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Cartones Vintage
Podría explicar con palabras grandes las razones por las que ayer salí henchido de felicidad de una sala oscura repleta de gente que aplaudió y jaleó cuando aparecieron sobre la pantalla las palabras «A long time ago, in a galaxy far, far away….» («Hace mucho tiempo, en una galaxia muy muy lejana…»). Con cuatro puntos suspensivos, respetando la errata de la cartela original. Con el audio de la música en mono, como en la primera película.
Podría hablar de arquetipos jungianos, de neurociencia cognitiva o de filosofía, pero no tendría sentido. Ya hemos hablado antes de todo ello en estas páginas, para explicar en palabras que los Juan Manuel de Prada de este mundo puedan comprender, por qué algo aparentemente sencillo puede ser poderoso y complejo. Pero todas esas reflexiones se desvanecieron el viernes por la mañana en cuanto abrí los ojos, y supe que el día había llegado. Apenas fui capaz de trabajar. Le di los últimos retoques a una Tercera para ABC, intenté sin éxito completar alguna tarea pendiente y finalmente me rendí, y me dediqué a poner en orden la casa con la música de John Williams atronando por los altavoces mientras yo le daba a la fregona, deseando que llegasen las siete de la tarde de una maldita vez y con el corazón tan ligero como un pajarillo.
En el camino hacia el Kinépolis, mis compañeros de aventura (mi pareja, que tiene tres carreras, y uno de mis mejores amigos, guionista y locutor de radio que se aproxima a los 50) y yo íbamos berreando el tema principal de la saga y agitando un sable láser. Nada que se correspondiese con nuestra edad, dignidad y gobierno. No importaba. No podíamos comportarnos de otra forma. Íbamos a ver «Star Wars».
Rodeados de niños
Cuando entramos, estábamos rodeados de niños. De todas las edades. Había un señor en silla de ruedas disfrazado de Han Solo. Por su rostro, diría que rondaría los 80. Los ojos le brillaban. Su hijo empujaba la silla, su nieto corría alrededor, disfrazado de caballero jedi. Uno de tantos que abarrotaban las salas donde se proyectaba el estreno. Niños por todas partes, sin importar cuándo habían nacido.
Instintivamente, alcé un poco la mano, buscando la de mi padre. De pronto era 1984, y yo estaba en el cine Canciller, mirando con hambre al puesto de palomitas, mientras mi padre intentaba no perderme entre la multitud. De pronto el suelo estaba sospechosamente cerca, la gente era mucho más alta y mi paisaje se había convertido en cinturones y estómagos que se agitaban, en lugar de caras. Cuando me senté en la butaca, mis pies no tocaban el suelo y, cuando por fin las trompetas desgarraron el aire, yo había regresado a una infancia, a un hogar, a unas manos cálidas y cariñosas que me consolaban de la muerte, del paso del tiempo y de los raspones en las rodillas. Eso es «Star Wars». Volver a ser un niño, y sus razones son las del corazón. Esto es amor, quien lo probó lo sabe.